dc.description.abstract | Publica la Encíclica expedida por la Iglesia Católica el 15 de mayo de 1891, que contiene
principios de ciencias sociales que se consideran sorprendentemente avanzados para el
momento en que se emitió y que, aún en el momento en que se editó este artículo, constituían
directrices de política social todavía en estado de aspiración para muchos pueblos. Indica que
se decidió la publicación del documento porque su difusión era tan escasa que muchos
estudiosos en la materia y numerosos interesados en ella tenían dificultades para hallar un
texto auténtico. La autenticidad del texto que aquí se presenta estuvo garantizada porque fue
extraído de la obra El Triunfo social de la Iglesia Católica, obra del P. Juan Mir y Noguera S.J.,
quien afirmó que la traducción española fue aprobada oficialmente por la autoridad
eclesiástica.
La Carta Encíclica estuvo dirigida de su Santidad el Papa León XIII a los venerables hermanos
Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos del orbe católico.
Comienza la Encíclica afirmando que es ciertamente algo difícil deslindar con exactitud las
obligaciones y los derechos que corresponden a los ricos y a los proletarios, a los que dan y a
los que hacen el trabajo. También es peligrosa la represión hecha por hombres turbulentos y
astutos que intentan pervertir el concepto de la verdad y alborotar sediciosamente a la
muchedumbre. Vemos claramente que la situación pide pronto y oportuno remedio en favor
de la clase baja pues la mayor parte de ellos vive, sin merecerlo, en mísera y calamitosa
fortuna. Poco a poco los obreros se han visto, solitarios e indefensos, entregados al arbitrio de
señores inhumanos y a la codicia desalmada de competidores ávidos. El mal se acrecentó con
la usura, que, si bien ha sido condenada por la iglesia, se sigue practicando por hombres
codiciosos y avarientos. Se añade el monopolio del trabajo y del comercio puesto en manos de
unos pocos, de manera que unos cuantos opulentos y adinerados imponen a la multitud de
proletarios un yugo casi servil.
Para remediar ese mal los socialistas, despertando la ojeriza de los pobres contra los ricos,
porfían en que es preciso privarse de tener bienes privados para hacer comunes a todos las
posesiones y haciendas de los particulares, administradas por los municipios o los
gobernadores de los bienes públicos. Con esto ellos presumen aplicar un remedio eficaz al mal
presente repartiendo por igual las riquezas y comodidades entre los ciudadanos. Pero
semejante planteamiento, está lejos de ser adecuado para dirimir el conflicto y por el contrario
causaría más perjuicio a los obreros, además de que es muy injusto porque viola los derechos
de los legítimos poseedores, trastorna las obligaciones de la república y desbarata el edificio
social. La razón intrínseca del trabajo emprendido por un trabajador o artesano deseoso de
ganar no es sino procurarse un bien que pueda poseer como cosa suya propia, porque si pone
sus fuerzas y su industria a las órdenes de otro, en su trabajo no sólo cifra el derecho al jornal,
sino el derecho de colocar su valor donde le plazca. Si logra hacer algunos ahorros, si los coloca
en un predio, es evidente que la hacienda así adquirida será su propiedad. En esto, ni más ni
menos consiste el dominio de los bienes muebles o inmuebles. La conversión de la propiedad
privada en propiedad colectiva haría más infeliz la condición de los obreros, ya que privándolos
del libre derecho de colocar su salario les quitaría la esperanza y la posibilidad de acrecentar su
posesión y utilidades.
En los siguientes capítulos de la Encíclica se analiza los principios y doctrinas para la solución
de la cuestión social, el remedio que aplica la Iglesia, los medios humanos, el oficio y
obligaciones del Estado, la protección del obrero, el descanso unido con la religión, los bienes
temporales, la equidad del salario, en favor de la propiedad privada, que los propietarios sean
muchos, las asociaciones de obreros y la religión como fundamento de las leyes sociales.
Concluye la Encíclica solicitando a los obispos que trabajen en esta dificultosa empresa en el
puesto que a cada uno le toca, sin dar tregua a la acción, para que la dilación de la medicina no
haga más incurable la gravedad de la dolencia. Apliquen los príncipes la providencia de leyes e
instituciones, refresquen los ricos y amos la memoria de sus deberes y los proletarios
esfuércense en mirar por sí con razón y justicia. Lo primero ha de ser el restaurar las
costumbres cristianas, el oficio de la Iglesia es velar por el bien común y no cesen de inculcar a
los hombres de todas las clases los documentos de vida cristiana. Trabajen con todas sus
fuerzas en la salvación de los pueblos y conságrense en fomentar en sí y en despertar en los
demás la virtud de la caridad. Porque de la copiosa expansión de la caridad hemos de
prometernos la salud. | es_PE |